Eugenia Escudero

Fecha de Publicación: 20/06/2025

Historias de mi Vida

DEDICATORIA
a todos los que me quieren

CATEGORIAS: Artistas Incomprendidos, Heroínas Anónimas, Abriendo Caminos

Vista Previa

Tu familia y origen


Nací en 1925 en una aldea de Soria que se lllamaba Almazán que quizás ya no lograría reconocer. Han pasado tantos años desde entonces. Mis padres, César y Adelina Beltrán, eran humildes pastores y ganaderos que se esforzaron de forma incansable y honrada para proveernos de alimento a mi hermana mayor, María, y a mí. María, una encantadora niña tres años mayor que yo, siempre fue dulce conmigo. Mi infancia transcurrió feliz, sin lujos pero sin carencias, disfrutando plenamente de la inocencia infantil entre juegos y travesuras. Aunque no recuerdo bien y ya no puedo preguntarles a mis padres, seguramente sufrí algunos tropezones y caídas mientras jugaba descuidadamente, con heridas en las rodillas y los codos. Probablemente recibí alguna reprimenda por dedicar más tiempo al ocio que al estudio, algo común en los niños. Guardo borrosos pero cálidos y emotivos recuerdos de aquellos tiempos lejanos, cuando nos reuníamos frente al fuego cada noche de invierno para cenar y dormir juntos, arropados por los animales que nos brindaban sustento. Salía a pastorear nuestras tres o cuatro ovejas por los campos y aprendí a hilar su lana con una rueca. Así que puedo decir que crecí feliz y despreocupada, apartada de los afanes y dificultades que más adelante tuve que enfrentar.

Mi hermana era como un faro en mi infancia, una niña preciosa con una melena larga y descuidada que parecía un manantial de azabache. Fue mi guía en la vida, enseñándome todo lo que realmente importa: el cuidado por los seres queridos, la curación de las heridas y la importancia de mantener el respeto y el sustento. Era fuerte y valiente, como un girasol maduro en pleno sol, y protectora como un olivo centenario. Cuando tuvo que velar por mí, demostró ser una leona feroz y tierna al mismo tiempo, brindándome un cariño y una protección inigualables.
Su vida fue breve pero intensa, y cada día evoco su valentía ante la adversidad y su sincera devoción por quienes la rodeaban. Mi hermana fue una mujer extraordinaria, y su legado perdura en mí como un tesoro invaluable que atesoro con cariño y nostalgia.

Desde mi infancia, mi entorno familiar fue fundamental en la formación de mi personalidad. Vivíamos en un pueblo pequeño de Castilla, en una existencia modesta pero llena de recursos que nos proporcionaban bienestar. Teníamos animales que nos proveían alimentos y algo de beneficio, un techo cálido que nos brindaba cobijo, y una salud fuerte que nos permitía afrontar los desafíos diarios con esperanza en el futuro.

Sin embargo, todo cambió con la llegada de la Guerra Civil, un conflicto desgarrador que dividió a familias enteras y sumergió a nuestro pueblo en la desolación. A medida que el frente de batalla se acercaba, la escasez y la necesidad empezaron a apretar cada vez más. Vendimos la mayoría de nuestros animales, ya que nadie compraba lo que producían, y nos vimos obligados a mantener apenas unas cuantas gallinas y cabras.

La guerra nos arrebató la tranquilidad, cerró las escuelas, quebró los negocios y obligó a los jóvenes a abandonar sus hogares para defender causas ajenas. Los robos y las penurias se volvieron el pan de cada día, mientras veíamos cómo la prosperidad de nuestro pueblo se desmoronaba ante nuestros ojos.

La guerra no solo se llevó vidas en el frente, también mató la confianza, la prosperidad y la esperanza. Quedaron solo aquellos que no pudieron huir, arraigados a la tierra que los vio nacer, enfrentando la miseria y la enfermedad con valentía pero con el corazón destrozado por la violencia absurda que los obligaba a luchar contra sus propios hermanos.

Mi familia fue una víctima más de este conflicto fratricida, un ejemplo vivo del sufrimiento y desarraigo que deja tras de sí la guerra. Las heridas emocionales que provoca este tipo de enfrentamientos no sanan con el fin de los combates, sino que se perpetúan en generaciones, sembrando odio y resentimiento donde antes había amor y fraternidad. La guerra no tiene vencedores, solo deja destrucción y dolor a su paso.

Mi familia me inculcó los valores más importantes que han marcado mi vida: el cuidado hacia los seres queridos, la capacidad de curar las heridas propias y de buscar sustento y respeto. Mi madre era una mujer fuerte, como el invierno, alta y robusta como un girasol maduro, y resistente como un olivo centenario. Cuando tuvo que encargarse de mí, demostró una protección feroz y una ternura sin igual, como pocas leonas lo harían. Su amor y cariño hacia mí fue excepcional en cada momento que lo necesité.

Continuar Leyendo...